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La aplicación de Instagram es bastante canalla. Todas las fotos que lanzamos a la red, alegremente, desde un lugar insólito y remoto, esconden una cara oculta en la que es difícil sonreír. Si hurgamos un poco, vemos como estas instantáneas solo muestran una parte de la historia. En la foto no sale todo lo que hemos sacrificado para llegar hasta aquí. Lo malo de este sueño de oficinistas, en el que dejamos todo para vivir en el otro lado, es lo que nos perdemos al viajar, lo cual, por supuesto, nunca aparece en la foto de postal.
Llevo ya demasiado tiempo en Georgia y empieza a doler. En un país nuevo, debemos aprender a vivir alrededor del enorme agujero, que deja la ausencia de todas las pequeñas cosas, que antes teníamos y no sabíamos que nos colmaban. Supongo, que ya debería saber lo suficiente, como para darme cuenta que es difícil dejar de extrañar esos sitios y esos momentos, en los que has sido feliz. La cabeza te da vueltas y te sorprendes, echando de menos tener una conversación trivial sobre el tiempo, en un ascensor o en un autobús. Te hartas, de tanto levantar los hombros y hablar castellano, gesticulando mucho con las manos, para intentar salir de este mutismo en el que estas inmersa, al no saber, ni leer con este alfabeto extraño, ni pronunciar una palabra de esta difícil lengua que es el georgiano.
Mis tacones, inservibles en esta rota ciudad, y toda mi rutina diaria de elegir, meticulosamente, el elegante vestido para acudir a la oficina, me falta, así como las compras compulsivas, y los paseos con amigas por la avenue Louise buscando el outfit perfecto, al precio ideal. Daría cualquier cosa por ser invitada al menos una vez a saborear unos deliciosos "Morning Glory" o una aceitosa Paella, en casas de amigos, y regar esas cenas con un buen vino y con conversaciones transcendentales hasta altas horas de la madrugada.
Mis croissants cotidianos, mi bicicleta plegable, el mercado de Jeu de Ball en compañía, la incomparable Grand Place, las campanadas de la catedral entrando en todas mis "Conference Call" cuando trabajaba en casa, el olor a goffre en la calle del Manneken Pis, mi running en el bosque los domingos por la mañana, el jamón ibérico, el pan francés, el crisol de lenguas que entendía, las Krics de frambuesa en Saint-Gery, el ruidoso mercado de Midi, ir a París en TGV, "mi" restaurante thai... Podría hacer una lista interminable de pequeñas cosas, que nunca creía que iba a extrañar, pero que desde aquí me parecen inalcanzables. Hoy me siento extraña, no sé que me pasa, que me ha dado por añorar, hasta incluso esa fina lluvia, ese frio húmedo que se te mete hasta los huesos y ese cielo gris, que tanto odiaba.
Me consuela el saber que soy afortunada. Este sentimiento es la prueba que tuve algo especial en mi vida que merece la pena extrañar. Solo queda ser prudente con las emociones, si bien es cierto que Instagram solo presenta una fracción de la realidad, nuestros recuerdos deformados por nuestra memoria también llevan a equívocos.
El dilema está servido. ¿A quién creer?