El Árbol del Trueno

La antigua historia de la iglesia de Martvili.

Vigésimo segundo relato "Living la vida Georgia" 29 de septiembre, 2017

En tiempos inmemorables cuando la gente todavía adoraba a los viejos dioses, en una colina, la más alta de la región de Samegrelo en la Georgia más occidental, crecía un árbol hercúleo con grandes ramas que ascendía hacia los cielos. Era un antiguo árbol sagrado donde en la quietud de la noche, y en ausencia de mujeres, los sacerdotes ofrecían sacrificios humanos, en el altar del dios del trueno, pidiendo a cambio fertilidad y prosperidad. La sangre de los ofrendados, en su mayoría niños, regaban, las raíces y el muérdago extendido por sus ramas, convirtiéndolo en un lugar tan aterrador, que ni las bestias ni los pájaros descansaban en sus ramas o en su sombra.

La Iglesia de Georgia, una de las iglesias cristianas más antiguas del mundo, proclamó la existencia de un Dios único, y tachó de idolatría y paganismo, la adoración de las divinidades de la naturaleza. Los que veneraban piedras, los adoradores de ídolos, los que encendían velas junto a peñascos o en las encrucijadas de los caminos y los que daban culto a árboles y fuentes, fueron perseguidos. Con el ánimo de erradicar las creencias paganas de los bárbaros que moraban estas tierras, no dudaron en atentar contra el dios que moraba dentro del árbol, mandando talar el roble sagrado.

Nadie de la comunidad se atrevía, ni a cortar este puente entre dos mundos, el cielo y la tierra, ni a dejar de celebrar su fiesta sagrada en invierno, bajo el ancestral Roble del Trueno, después de caminar pesadamente por la nieve profunda, a la luz de la luna. Los aldeanos temían repercusiones catastróficas para su propia comunidad al arremeter contra el orden natural pero tampoco querían continuar sintiéndose salvajes.

Andrés, el apóstol que evangelizó a los habitantes de la zona, ante el acongojo de todos ellos, fue el que levantó el hacha y puso fin al roble idolatrado. Para calmar y apaciguar el alma de los nuevos fieles, en ese preciso lugar, sobre las raíces del viejo roble, se construyó una iglesia en honor del nuevo venerado San Andrés y sus muros fueron adornados por una pintura de la ascensión de Jesús a los cielos.

A lo lejos, divisamos el monasterio de Martvili y decidimos ver el atardecer desde allí. Subimos la empinada pendiente y unas escaleras nos llevaron a la pequeña iglesia que corona la cima. Visitamos en aquella colina una iglesia, que elevándose todavía más, con su cúpula apuntando hacia el cielo, domina toda la región. Vimos a los sacerdotes y a los feligreses cómo incluso, hoy en día, continúan haciendo lo mismo, en una especie de nostalgia por lo mágico, se congregan y, desde ese mismo emplazamiento, se postran e imploran, sabiendo que allí está el mecanismo que hace que asciendan sus plegarias y desciendan las bondades divinas.

Nos gusta pedir, aún sabiendo que quizás los ruegos inatendidos son los mejores regalos.