Tblisi promete.

Llegada a la capital de Georgia

Tercer relato "Living la vida Georgia" 2 de junio , 2017

Cuando visitas una ciudad que no conoces y llegas un poco antes del alba, visitas por el precio de una, dos: la que se deja desdibujar por la noche, y la que te encuentras por la mañana, la animada, siempre bajo mi juicio, muy distintas, aunque en este caso fueron muy parecidas.

El taxi nos recogió en el aeropuerto. El conductor, enorme y con aspecto rudo, no se apuró lo más mínimo ante la cantidad de equipaje que traíamos. Su ingles era escaso, pero la comunicación fluía de lo más normal. Sus "no problem", pronunciando mucho la "r", parecían como sacados de una película de gánsters rusos. Su sonrisa, su amabilidad y su aplomo, hicieron que el trayecto hasta el hotel fuese una agradable experiencia, a pesar de experimentar, en primera persona, la forma alocada de conducir que tienen los georgianos. Los frenazos, derrapes y acelérones nos sumergían en una ciudad, que durante siglos ha sido gobernada por mongoles, árabes, turcos y rusos. Poco a poco, fue apareciendo ante nuestros ojos, una ciudad que desconocíamos. La imponente fortaleza de Narikala iluminada, dominaba la ciudad, y al fondo se veían todos los edificios abalconados del antiguo Tbilisi.

De repente, divisamos la enorme catedral de la Trinidad con su imponente tejado dorado y justo cuando cruzamos el puente de Baratashvili, ante nuestra vista apareció el novísimo puente de la paz. Esta combinación nos cautivó, un puente moderno en una zona ultra renovada con un decorado trasero de una ciudadela de 17 siglos de antigüedad, iglesias ortodoxas coronando las colinas, y la tranquilidad de la noche cubriéndolo todo.

Fue en ese preciso momento, en el puente de Baratashvili, cuando caímos rendidos, ante una ciudad que tiene el encanto que da, una antigua encrucijada entre Europa y Asia. A la mañana siguiente, la ciudad continuaba allí, limpia y llena de música, con las mismas contradicciones, con lo nuevo y lo viejo desbordando con su magnificencia, con las calles adoquinadas, y las casas colgadas en los precipicios. Las ornamentadas puertas de madera y las fachadas desmoronadas de los edificios se unieron a la afabilidad de los habitantes, estos dejándose acostar, tratándote como si ya te conocieran, con un despótico carácter, pero muy bien llevado dándole una naturalidad a la exigencia que apabulla, pero que a la vez embruja.

La tormenta y los rayos, hicieron que mi paseo se terminara más rápido de lo previsto y me refugiase en un viejo café, al lado de la torre del viejo reloj. El olor a incienso y a velas, provenientes de la vecina iglesia de Anchiskhati, no tardaron en sacarme de mi encierro.

Tbilisi tiene algo muy particular que no deja indiferente.

Tbilisi promete.