Donde nos llevó la carretera.

Crónica de una visita a Mtskheta.

Cuarto relato "Living la vida Georgia" 5 de junio , 2017

Del pueblo de Mtskheta solamente se divisaba, a gran distancia, la gran cúpula de la catedral encercada en sus murallas. La carretera continuaba delante pasando por un viejo puente, que más bien se tenía por pena. Estábamos buscando un enclave arqueológico de los reyes iberos: unos baños, un sarcófago, una bodega de vino y lo que podía haber sido un palacio.

El ruido de nuestras pisadas en las ardientes chapas metálicas, que servían de pasarela, fue interrumpido por el tartamudeo de un motor, que a duras penas se tenia en pie. Segundos después, un decrépito coche azul, esplendoroso probablemente en los años soviéticos, se detuvo a nuestro lado.

El conductor, un anciano con manos enormes y dientes escasos, bajó la ventanilla y nos indicó mediante gestos que debíamos montar. La valoración fue rápida: una sonrisa entrañable, el estado del vehículo, los dos kilómetros que nos quedaban por andar y el calor asfixiante, no dejaba lugar a la duda por lo que, sobrepasando los sentimientos habituales de temor, montamos.

Una vez dentro, aturdidos por el olor a queso, dejamos atrás el sendero que salia hacia la derecha, donde queríamos que nos dejase, y sin darnos cuenta entramos en una granja. Un anciano con grandes ojos azules y prominente barriga salió a recibirnos. Al vernos, abrió la puerta del coche y, bajo la triste mirada de dos cabras famélicas, nos introdujo en el interior.

El señor gordo nos dio un recipiente de hojalata que llenó rápidamente con enormes cucharadas de queso húmedo. Comimos rápidamente el contenido del plato, tratando de no fijarnos en el sabor y el olor tan desagradable que desprendía. Apenas acabado, fue rellenado instantáneamente por nuestros dos nuevos amigos, que se turnaban para apilar tanto queso como podían. Mientras forcejeábamos para acabar el segundo plato, fueron sacando los sacos de queso del coche. Nosotros cerramos los ojos, aguantamos las arcadas, dimos los últimos bocados y actuamos tan satisfechos y agradecidos como pudimos.

Una anciana, de mirada angelical, apareció en la puerta. Un pañuelo negro enmarcaba su rostro arrugado. Cuando nos vio comiendo queso, una amplia sonrisa se dibujo en sus labios, nos tomó por el brazo y nos condujo hacia la casa colindante. La entrada de la segunda casa estaba repleta con habilidosas tallas en una reluciente madera negra dando un aspecto un tanto dantesco. Con orgullo, nos condujo a una cocina soleada, nos colocó en unas sillas, metió un tazón de metal en la olla y comenzó a llenarlo de queso.

Cuando vieron que era imposible que comiéramos más queso, el coche azul y su conductor aparecieron y nos devolvieron al puente.

Al enclave arqueológico llegamos andando, otros coches nos ofrecieron ayuda pero, cortésmente, a todos dijimos que no.